AZUL (I)

Dicho de un color: semejante al del cielo sin nubes y al mar un día soleado, y que ocupa el quinto lugar en el espectro luminoso. 

Día 1.
Azul. Todo lo que puedo recordar es un intenso color azul. No recuerdo mi nombre, mi edad, si tengo familia o amigos. Lo único que sé a ciencia cierta es que tengo el pelo negro, los ojos verdes y que no siento la pierna derecha. Varias personas ataviadas con batas blancas han estado visitándome, mirándome con compasión y repitiendo la inmensa suerte que he tenido. Sin embargo, cuando pregunto a qué se refieren y por qué he tenido tanta suerte, la única respuesta es el silencio. Frío, aterrador y devastador silencio.

Día 3.
"Semejante al del cielo sin nubes
y al mar un día soleado".
Con el transcurso de los días sigue rondándome la mente el color azul. Es lo único en lo que puedo pensar. Es absurdo, lo sé, pero me aferro a ello como si fuese un bote salvavidas y mi pérdida de memoria, el más embravecido de los océanos. Por las noches me veo acechada por el pánico. Imágenes en forma de fogonazos bombardean mis sueños dejando la horrible sensación de que la muerte está detrás de la puerta, esperando un descuido para transportarme al infierno. En esos momentos de desasosiego, lo único que calma mi ritmo cardíaco, el agarrotamiento y el sudor frio es la imagen de ese intenso azul. Es como un mantra visual, lo repito una y otra vez hasta que me calmo y puedo dormir sin pesadillas.

Día 4.
La planta del hospital en la que me encuentro está atestada de pacientes en situaciones similares o peores que la mía.  Tras varios días sola en esta sombría habitación, he recibido la inesperada visita de una chica de 17 años  que recorría la planta, desesperada, buscando a su familia. Por lo visto, mi habitación era el último lugar en el mundo que albergaba la posibilidad de que sus padres estuviesen vivos. 
Candela, así se llamaba, me dijo que su familia y ella habían elegido el peor de los días para visitar la que, hasta entonces, era su ciudad favorita. Era una joven sevillana que estaba pasando unas vacaciones familiares en Madrid. Paseaban alegremente por Gran Vía cuando todo colapsó. Candela me contó que los pacientes que ocupábamos esta planta del hospital habíamos sido víctimas de un atentado terrorista y me relató con pelos y señales lo que había sucedido.
La ciudad estaba concentrada en conservar su frenético ritmo sin poder imaginar lo que bajo sus pies se tramaba. Un grupo de malnacidos, cuyo único objetivo era sembrar el terror, habían colocado  bajo cada tapa de alcantarilla de  Gran Vía cargas explosivas programadas minuciosamente para que a partir de las cinco de la tarde explotasen como reacción a la presión ejercida por ciudadanos estresados absortos por la rutina. Candela y sus padres caminaban alegremente, fijándose en todo y en nada, disfrutando de su mutua compañía y de la novedad que les aportaba la ciudad, cuando el fin del mundo comenzó. La gente huía despavorida sin ser consciente de que, precisamente huir, era lo que los estaba matando. Cuando Candela y su familia se creyeron  a salvo, el apocalipsis volvió a desatarse y los tres saltaron por los aires. La muchacha despertó en un  infierno de asfalto, cristales, sangre y cuerpos sin vida, muchos de ellos, repartidos en mil pedazos. Los gritos de dolor se mezclaban con los de auxilio, creando una sintonía estremecedora.
Una vez hubo terminado de contar lo sucedido, sentimientos dormidos en oscuros rincones de mi cerebro despertaron. Sentí dolor, un dolor de esos que taladran el alma. Sentí miedo, un miedo paralizante que me cortaba la respiración.  Sentí una mirada azul penetrándome el corazón. A partir de ese momento, me convertí en una de esas bombas que habían destruido tantas vidas, programada para explotar bajo la más mínima presión.


Esta es la primera parte de un relato más largo que partiré en tres bloques para no hacerlo demasiado extenso en un solo post.  Un saludo y ¡gracias por leerme!
Segunda parte: Azul (II)

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