VENGANZA


Satisfacción que se toma del agravio o daños recibidos.

Elliot estaba sentado en la barra del bar de siempre, en el taburete de siempre con el whisky que siempre pedía. Llevaba quince años frecuentando ese antro, concretamente desde la primera vez que probó el alcohol de la mano de su tío Marcus. Tenía quince años por aquel entonces, era un chaval tímido, inocente y con pocas luces que maduró de golpe a causa del cinturón de su abuelo. Su padre, que por otro lado había sido también su madre tras el abandono de ésta cuando Elliot tenía apenas tres años, había muerto de un disparo en un atraco a un banco. A pesar de haber sido un experto ladrón, su padre había sido un pésimo escapista. Doce veces lo pillaron con las manos en la masa, doce veces pasó una pequeña temporada a la sombra y en la décimo tercera, como atraído por el famoso número de la mala suerte, fue víctima de su propia torpeza a la hora de trazar los planes.

No, Elliot no había tenido un buen ejemplo en su progenitor, pero su abuelo tampoco había sido un buen ejemplo para su padre. Sin embargo, por alguna extraña razón, el hombre que le dio la vida quiso que tras su muerte fuese su abuelo y no su tío quien se hiciese cargo de su impresionable hijo. El muchacho nunca entendió semejante deseo, fue la mala educación que le dio su abuelo lo que lo llevo por el mal camino... Si hubiese dejado que su tío lo criase... Hijo de distinto padre, con una educación y unos modales distintos... Su abuela había sido ágil escapando del opresor machista que tenía por primer marido, no como su primogénito.

Al abuelo de Elliot le gustaba empinar el codo y ya no hablemos de jugar a boxear con el pequeño saco humano que su hijo le había dejado en herencia. Comenzó a forzarlo a robar para él cuando llevaba en su casa apenas seis meses y le prohibió comunicarse con el resto de su familia. Su abuelo no solo lo estaba guiando por el sendero de la corrupción y los malos vicios, sino que lo utilizaba como transportista en transacciones de dudosa embergadura. Una mañana, lo despertó a gritos y lo arrastró fuera de la cama con el único objetivo de que se tragase un paquetito plastificado que más tarde debería entregar, "fuese como fuese", a su destinatario. El muchacho se negó por primera vez en cinco años a cumplir sus deseos, lo que le acarreó tres costillas rotas y morados por todo el cuerpo. Esa fue la primera vez que Elliot pensó en matar a su abuelo.

Quince años después allí se encontraba, en el único remanso de paz que le había proporcionado la vida, a través de su tío Marcus, desde la muerte de su padre. Sentado en ese taburete de bar, apoyado en la barra y con la camiseta blanca embadurnada con la sangre del hombre que le había convertido en el indeseable que era ahora, Elliot sonreía aliviado. Dio el último trago a la copa de whisky en el momento exacto en el que la policía irrumpía en el bar.


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