Sueño de tinta.
De aquel cuadro chorreaba tinta. Cada gota que caía sobre
el gastado suelo cobraba vida y formas distintas. Desde perros hasta árboles
andantes. Cada mínima partícula de color (entonces vivas) se encaminó al viejo
camastro donde el artista “descansaba los ojos” roncando a moco tendido. Fue la
extraña sensación de sentirse cubierto de humedad en movimiento lo que le hizo abrir
los ojos para hallarse completamente envuelto en colores. Ya no era él quien
orquestaba sus movimientos, sino las diminutas gotas vivas que lo empapaban y
lo dirigían ante su inacabada obra. Vio anonadado como sus manos tomaban el
pincel y comenzaban a dibujar la silueta de una mujer en un lienzo que creía
maldito. Aquel cuadro había quedado relegado al infierno de las obras que jamás
serían acabadas y, sin embargo, ahora lo
veía nítido. Lo veía completo. Y salía de su pincel, de sus manos. Comenzó a reírse
como un loco y a dar pinceladas más enérgicas guiadas por la tinta de aquel
otro cuadro lleno de inspiración y arte, hasta que el pincel cayó al suelo, sin
vida. La obra había sido terminada.
Entonces despertó. Saltó del camastro y comenzó a buscar
rastros de tinta por su cuerpo, pero no encontró nada. Solo el viejo pincel
tirado en el suelo al lado de aquel cuadro, que antes de dormirse no era más que
un amasijo de sombras y colores mal distribuidos y que ahora era una bella
mujer sonriéndole a la vida.
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