Seres dañinos por excelencia.
Juzgar sin saber, hablar por hablar... Deporte nacional. Con lo fácil que sería vivir sin dañar, disfrutar sin perjudicar, reír sin ofender... Sin embargo, nos empeñamos en destruir el mundo. Somos como moscas encantadas de ver como la sociedad se pudre para poder aprovecharnos de los desechos que quedan. Jugamos con la hipocresía como si fuese una baraja de naipes, cambiamos las cartas a nuestro antojo como los mayores tramposos del mundo y sacamos a relucir nuestras mejores jugadas en los momentos que más nos conviene. No importa quien es el contrincante. No importa si nuestra rastrera jugarreta lo desmonta como un muñeco de lego que jamás reunirá sus piezas o si lleva una armadura más solida que nuestro metalizado corazón. Nos da igual, lanzamos dagas voladoras creyéndonos con derecho a hacerlo, sintiéndonos con la divina potestad de opinar sobre todo, sobre todos. No obstante, ser el objetivo del francotirador no nos gusta. Sentir como el punto rojo apunta directo sobre nuestra cabeza hace que nuestras piernas tiemblen, que nuestras manos suden y aún así volveríamos a hacerlo. Porque somos animales de costumbres y nuestra mayor costumbre es juzgar. Dañamos sin vivir realmente, porque no somos capaces de vivir sin hacer daño a los demás.
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